No sé quien cometió el error de prestarle a Micaela un libro de
feng shui. Y, bueno, el verdadero error fue que no calculó que efectivamente lo iba a leer. Y así, el otro día que regresé del mercado, me encontré con que había cambiado de lugar los muebles de la sala.
Es que se le bloqueaba su chi a la sala, me dijo a modo de explicación.
El cambio de muebles no estaba tan mal, así que preferí no discutirle y dejar así las cosas. No quise arriesgarme a oírla predicar sobre la importancia del Pa Kua y la disposición de los objetos.
Quizá animada por esto que fue su primer éxito, la semana siguiente Micaela apareció en la casa con un bote de pintura. Estaba convencida de que mis problemas domésticos se debían al arco color rojo de la entrada.
El rojo es un color muy agresivo y por eso...
Se quedó callada, con un poco de vergüenza, agachando la mirada.
¿Por eso qué?, le insistí.
Ay, seño, es que a veces sí siento malas vibras cuando entro a su casa... no me lo vaya a tomar a mal.
Micaela quería pintar el arco de color salmón, lo que no me pareció mala idea, así que yo misma le ayudé a hacerlo. En treinta minutos habíamos “neutralizado” esa fuente de discordia.
Tengo que confesar que esta moda del
feng shui siempre me pareció sospechosa, al igual que todas las ideas orientales que, al pasar por el filtro comercial de Estados Unidos nos llegan teñidas de mercadotecnia y disfrazadas de remedios de todo tipo de mal. Sin embargo, he de reconocer que, al menos los primeros días, sí noté cierto cambio en Micaela, a quien veía de mejor humor y, me da pena cierta pena decirlo, menos atarantada.
Lo que definitivamente no pude permitirle fue lo que propuso semanas después, cuando llegó armada de planos para llevar a cabo una remodelación completa de toda la casa. Según ella, la ubicación del baño estaba haciendo que mi prosperidad literalmente se estuviera yendo por el caño, la cocina era fuente de desgracias de todo tipo y había que cambiar la orientación de varias ventanas para permitir la libre circulación del famoso chi.
El presupuesto que me traía rebasaba varias decenas de miles de pesos y creo que eso encendió la primera señal de alarma.
¿De dónde sacaste este presupuesto?, le pregunté tras examinar las varias páginas que lo formaban.
Me lo dio el profe Ontiveros... él ha estudiado mucho estas cosas. Y me dijo que también puede localizar el “nido del dragón”... ¿sí sabe lo que es? Es donde se juntan sus energías de la tierra y...
Mira, Mica, para empezar, la casa es rentada y no puedo meterme a remodelarla sin permiso del dueño.
Pero, es que... el chi...
Ni voy a gastar miles de pesos que no tengo en algo en que no creo...
Es que el profe dice que eso se paga solito, con lo que va a ganar después... ¿no ve que tiene que cuidar su prosperidad?
Será la prosperidad del profe; está cobrando un buen pico por su “consultoría”.
En efecto, ese renglón del presupuesto constituía casi la mitad del total. De pronto me asaltó una idea tan terrible que hubiera preferido no expresar; pero no podía quedarme con esa pregunta:
Oye, ¿y a ti te da alguna comisión el profe?
Micaela abrió grandes los ojos, sintiéndose descubierta. Pasada la primera turbación, alcanzó a responder.
Bueno, es de que... o sea, yo vengo a ser algo así como su ayudante, y pues, entonces... o sea de que, pues si es justo que me pague algo, ¿no?
No sé si sentí tristeza o coraje de ver a Micaela reclutada para la causa de la charlatanería con taxímetro. En todo caso, no tenía ni tiempo ni ganas de sermonearla ni, mucho menos, de ponerme a discutir de ética con ella. Con todo, tomé nota mental para reclamarle a Ontiveros la próxima vez que me lo encuentre en la recaudería. No se vale que me ande corrompiendo a mi fuerza de trabajo.